A sus diez años, Lottie Moon había visto ya demasiada amargura y murmuraciones entre los miembros de las iglesias como para querer tener nada que ver con Dios o con la religión. De hecho, pensaba que si había una forma estúpida de desperdiciar la vida, esa era sin duda la de ser misionero.
Cuando en un giro de los acontecimientos que sólo Dios pudo prever, aquella animosa joven, educada para ser la mujer con más estudios de todo el sur de Estados Unidos, acabó encontrando su vocación como misionera en China. A medida que veía desfallecer a sus compañeros de misión por causa de las enfermedades, el agotamiento, las crisis nerviosas, o incluso la muerte, se volcó en advertir a los cristianos sobre las tragedias evitables que a menudo asolaban la vida de los misioneros, haciéndolo con la misma pasión con la que educaba al pueblo chino sobre las realidades de la vida cristiana.
La vida de servicio sacrificado de la inolvidable Lottie Moon, ha inspirado a innumerables personas a darlo todo por un sueño (1840-1912).